15 feb 2010

DOSIS DE LECCIÓN DIDÁCTICA


Se acercaba la fatídica hora de ir a casa, a dónde iba a ir si no. Era inevitable enfrentarse a ello. Cada paso hacia la puerta de casa se hacía más difícil que el anterior. Iba como un fantasma mirando al suelo, sin oír ni sentir el suelo. Sólo miedo. Sabía que se iba a encontrar con su padre y que ya se habría enterado. Los acontecimientos de después iban a ser bastante predecibles. Sería cuestión de aguantar la riña de dialéctica aplastante e incontestable. Adoptar una actitud completamente sumisa y esperar el principio de los golpes para cubrirse. Aunque cubrirse tampoco servía de mucho, porque en algún momento habría que bajar los brazos, y el principio y el final de la bronca era decisión del padre. Las bofetadas irían todas a la cara, eran como rayos de luz que cruzan la vista. Una sensación que se hacía familiar. La cara tensa y enrojecida del padre, aquellas manos enormes y duras, y las lágrimas corriendo por unas mejillas ardiendo que palpitaban al ritmo en que el corazón bombea la sangre. Bueno, en el fondo unas bofetadas se podían aguantar. Peor era para su hermano mayor cuando la cosa iba con él. El problema es que usaba gafas y, en el momento más crítico de la bronca, cuando sabía que se acercaba la hora de las bofetadas, el padre le mandaba quitar las gafas. Él se quejaba inútilmente y después, con gran valor, se quitaba las gafas para recibir su dosis de lección didáctica.
Lo que era más jodido era estar castigado un tiempo, porque el castigo no consistiría en algo concreto. Sería un estado de excepción DE DURACION E INTENSIDAD INDEFINIDA en el que los padres, dominadores, puedan decidir en cada momento lo que ellos consideraban como castigo, induciendo en su hijo la sensación de impotencia, abatimiento, incomprensión e indefensión. La sensación que no conseguían que tuviera casi nunca con estos métodos era la de culpabilidad. Él no se sentía culpable, sí, había desobedecido, pero no consideraba que hubiera hecho nada malo excepto desobedecer. Y si existía cierta culpabilidad era eclipsada por la sensación de haber recibido un castigo desproporcionado. En cada ocasión similar guardaba un trocito de rencor y autocompasión, que se iba disolviendo (aparentemente) con el tiempo.
Él se preguntaba: “¿a qué edad dejará de pegarme?, dentro de dos años, cuando tenga 15 no creo que tenga los huevos de seguir pegándome. Qué cabrón”.

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